La cultura escolar en la sociedad posmoderna

¿Por qué las ciencias humanas? Porque, fundadas partir de la comparación, demuestran la arbitrariedad de nuestro sistema simbólico. Porque a la vez que transmiten nuestros valores denuncian su historicidad. Porque para ellas estudiar una obra es recuperar al autor, prenderle de su particularismo...' Porque la cultura de prestigio no es más que la expresión fragmentada de un ámbito mas vasto que incluye el alimento, el vestido, el trabajo, los juegos...Y porque al hacer que el trabajo engulla así lo cultivado, matan dos pájaros de un tiro: nos Impiden a la vez complacernos en nosotros mismos y conformar el mundo a nuestra imagen y semejanza, nos curan del imperialismo y del tribalismo. (Finkielkraut, 1990)"

No es difícil detectar la impresión de perplejidad que envuelve en la actualidad el ámbito de la escuela y de la práctica educativa, así como la sensación de desconcierto generalizado entre los docentes. Parece que asistimos impotentes a la erosión y desmoronamiento imparable de un importante edificio clásico, aparentemente sólido hasta ayer, sin que afloren con cierta claridad las pautas de su reconstrucción alternativa.

Como no podía ser de otra manera los docentes vivimos en el ojo del huracán de la innegable situación de crisis social, económica, política y cultural que vive nuestro entorno al final del presente milenio. La escuela, y el sistema educativo en su conjunto, pueden entenderse como una instancia de mediación cultural entre los significados, sentimientos y conductas de la comunidad social y el desarrollo singular de 1as nuevas generaciones. Cuando se cuestiona el mismo sentido de la escuela, su función social y la naturaleza del quehacer educativo, como consecuencia de las transformaciones y cambios radicales tanto en el panorama político y económico, como en el terreno de los valores, ideas y costumbres que componen la cultura, o las culturas de la comunidad social, los docentes aparecemos sin iniciativa, arrinconados o desplazados por la arrolladora fuerza de los hechos, por la vertiginosa sucesión de acontecimientos que han convertido en obsoletos nuestros contenidos y nuestras prácticas. Por lo general, y como consecuencia de la implantación renqueante de la Reforma, aparecemos ocupados, con mayor o menor angustia y convencimiento, en tareas burocráticas de concreción del qué, cómo y cuándo, enseñar y evaluar; de un curriculum estatal o regional cuyos fundamentos y sentido, su por qué y su para qué se han hurtado a los docentes, no han sido el resultado del debate público. Así, ocupados una vez más en tan decisiva tarea técnica, se nos escapa de nuevo el significado sustantivo, complejo y conflictivo de nuestra tarea profesional.

Para hacer frente a esta situación de desconcierto y perplejidad, de rutina e inercia, cuando no desencanto, conviene profundizar en la naturaleza polémica de esta función mediadora de la escuela en las específicas coordenadas temporales y espaciales del complejo entorno actual: la sociedad posmoderna. Ya en otra ocasión (Pérez Gómez, 1992) he propuesto considerar la escuela como un espacio ecológico de cruce de culturas, cuya responsabilidad especifica, que la distingue de otras instituciones e instancias de socialización y le confiere su propia identidad y su relativa autonomía, es la mediación reflexiva de aquellos influjos plurales que las diferentes culturas ejercen de forma permanente sobre las nuevas generaciones. Es este vivo, fluido y complejo cruce de culturas que se produce en la escuela entre las propuestas de la cultura pública, alojada en las disciplinas científicas, artísticas y filosóficas; las determinaciones de la cultura académica reflejada en las concreciones que constituyen el currículum; los influjos de la cultura social, constituidas por los valores y prácticas hegemónicas del escenario social; las presiones cotidianas de la cultura escolar. presente en los roles, normas, rutinas y ritos propios de la escuela como institución social especifica, y las características de la cultura privada, adquirida por cada alumno a través de la experiencia en los intercambios espontáneos con su entorno, el responsable definitivo de la naturaleza, sentido y eficacia de 1o que los alumnos y alumnas aprenden en su vida escolar.
En la presente colaboración, me propongo analizar los problemas que penetran la cultura académica cuando nos proponemos utilizar la cultura pública como herramienta para provocar la reconstrucción y desarrollo de la cultura privada de los estudiantes que viven, aun de diferentes maneras y con distintas posibilidades, las condiciones de la sociedad posmoderna.


Crisis de la cultura moderna
Parece claro que la escuela vigente en la actualidad y que hemos conocido prácticamente inalterable e igual a sí misma, excepto interesantes excepciones, desde hace ya muchas décadas, corresponde a la cultura moderna. En el mejor de los casos, la escuela, que siempre ha caminado a remolque de las exigencias y demandas sociales, ha respondido a patrones, valores y propuestas de la cultura moderna. Incluso cuando proliferan por doquier los síntomas de su descomposición, las manifestaciones de sus lagunas, deficiencias y contradicciones. Será preciso, por tanto, analizar los valores que definen la modernidad, y su progresivo deterioro, para comprender tanto el valor social como la fosilización y deterioro de su herramienta mas preciada, la escuela.

La característica más definitoria de la modernidad es, sin duda, la apuesta decidida por el imperio de la razón como el instrumento privilegiado en manos del ser humano, que le permite ordenar la actividad científica y técnica, el gobierno de las personas, y la administración de las cosas sin el recurso a fuerzas y poderes externos o sobrenaturales.

La concepción clásica de la modernidad es, pues, ante todo, la construcción de una imagen racionalista del mundo que integra al hombre en la naturaleza y que rechaza todas las formas de dualismo del cuerpo y del alma, del mundo humano y de la trascendencia» (Touraine, 1993: 47).


La escuela, que durante estos siglos tanto ha contribuido a la «tensión del conocimiento, a la superación de la ignorancia y de las supersticiones que esclavizaban al individuo, a la preparación de los ciudadanos, y a la disminución de la desigualdad ha sido el fiel reflejo de los valores y contradicciones de la cultura moderna. En ella podemos encontrar la exageración e incluso la caricatura de los rasgos más característicos de la modernidad. No sólo abrazó la concepción positivista del conocimiento científico y sus aplicaciones tecnológicas, sino que incluso la aventura del conocimiento humano se presentó en la escuela despojada de la riqueza de los procesos, ofreciéndose como un conjunto abstracto de resultados objetivos y descarnados.


Luces y sombras de la posmodernidad
A pesar de la ambigüedad y polisemia del término que en principio se refiere a todo lo que ocurre después de la época moderna, y que por ello ha suscitado importante rechazo y contestación, parece evidente que en las últimas décadas del siglo XX se ha impuesto una nueva y diferente manera de entender y desarrollar las relaciones sociales, económicas, políticas y culturales. A este conjunto de características de la realidad que definen las condiciones sociales de esta época histórica, y que algunos prefieren considerar hipermodernidad o radicalización de la modernidad, puede denominarse, de acuerdo con Hargreaves (1993), posmodernidad o condición posmoderna. El postmodernismo, por otra parte, como conjunto particular de estilos y modos de pensar y hacer en los diferentes ámbitos de las artes, cultura y pensamiento, debe considerarse un efecto de aquel fenómeno más amplio llamado posmodernidad.

El rasgo característico más definitorio, y posiblemente el que mayores efectos y consecuencias tiene en el pensamiento actual, es la crisis de la razón, concebida como él instrumento privilegiado para procurar el progreso, la justicia, y la felicidad de la comunidad social (Lyotard, Boudrillard, Vattimo, Lipovetsky, Deleuze). Un conjunto de graves acontecimientos que afectan al conjunto de la humanidad (guerras mundiales y regionales de escasa o nula justificación racional; la pobreza y la miseria paralela a la masiva destrucción de alimentos por exigencias del mercado, la desigualdad escandalosa Norte-Sur; la inmigración masiva, el racismo y la xenofobia; las políticas totalitarias toleradas y legitimadas, cuando no provocadas por los gendarmes del imperio; la desintegración del mundo comunista; la balcanización del centro y del este de Europa; el ritmo loco, atosigante y acelerado de los hombres ocupados, conviviendo con inmensas bolsas de paro; la loca carrera armamentista...) conduce a desencanto y rechazo de las premisas modernas que afirmaban el imperio de una razón humana universal y objetiva. La razón no solo es débil y parcial sino manipulable y fácilmente subordinada y utilizable al servicio de los intereses mas inconfesables y racionales de los más poderosos. Ya no puede hablarse de una razón universal como fundamento del pensar y del hacer, sino de diferentes razones que sostienen intereses distintos, y frecuentemente contradictorios entre sí. La razón ilustrada, con pretensiones de verdad, totalidad y objetividad, ahora se aprecia como plural, parcial y subjetiva. Ahora bien, el Abandono de la idea del progreso garantizado por las «leyes de la historia», como afirma Morin (1993), no significa la renuncia al progreso, sino reconocer su carácter frágil, parcial y falible. La renuncia al mejor de los mundos no es en absoluto una renuncia a un mundo mejor.


«El postmodernismo postula la naturaleza esencialmente hibrida del mundo, rechazando la posibilidad de categorías puras de ninguna clase (.... Llevada al límite, la deconstrucción expresa nuestro sentido de la naturaleza discontinua, fragmentada y fracturada de la realidad» (Spiegel, 1993).

 



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